
Reflexión sobre la encarnación de Cristo y su significado teológico
"En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Juan 1:1, 14).
La encarnación de Cristo es el misterio central de la fe cristiana. El Hijo eterno de Dios, el Verbo que estaba con Dios desde el principio, tomó sobre sí la naturaleza humana sin dejar de ser Dios. Este acto de humillación divina es la base de nuestra salvación.
La encarnación significa que Dios se hizo hombre en la persona de Jesucristo. No fue una apariencia o una ilusión, sino una realidad completa. Cristo asumió una naturaleza humana verdadera, con cuerpo y alma, experimentando todas las limitaciones humanas excepto el pecado.
Esta unión de las dos naturalezas -divina y humana- en una sola persona es lo que llamamos la unión hipostática. Cristo es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, no una mezcla de las dos naturalezas, sino ambas completas en una sola persona.
La encarnación tiene profundas implicaciones para nuestra comprensión de Dios, la humanidad y la salvación:
Dios se acerca a nosotros: No tenemos que buscar a Dios en lugares lejanos o en experiencias místicas. Dios vino a nosotros en Cristo, haciéndose accesible y comprensible.
La humanidad es valorada: Al tomar naturaleza humana, Dios santifica y eleva la humanidad. El cuerpo humano no es malo, sino que puede ser un vehículo para la gloria de Dios.
La salvación es personal: Dios no nos salva desde lejos, sino que entra en nuestra condición humana para rescatarnos desde dentro.
La encarnación nos llama a:
"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:16).